La princesa que habitaba junto a la piedra de las brisas, en el
islote de la Laguna Avendaño, en Quillon, ha sido vista muchas veces peinándose con peine de oro. Sus
cabellos rubios como el oro nuevo, flotan al viento, el que transporta la
modulación de algo que ella canta, pero que nadie ha podido percibir claramente,
ni traducir.
En la víspera de
san Juan ella se reúne con veinte donceles que existen prisioneros y encantados
en el fondo de la laguna. Les invita a cenar. La mesa del festín esta a la
entrada del brazo bravo, y es una piedra que hay cerca de la superficie en forma
de hongo, o sea, un a mesa con una sola pata central.
Veinte adoradores
son los donceles invitados. Ella coquetea con todos. Hay brindis y elogios,
dulces palabras, promesas, bellos gestos y actitudes.
Faltando poco para
la medianoche ella se levanta. Y la siguen los veinte mozos. Hay un breve
paseo por la orilla de la laguna, y luego ella va a dejar a cada uno, y se
despide sonriendo. Mirando a los ojos de cada galán, que allí queda en
éxtasis. Y por un año mas espera el retorno de ella.
El último es el
favorito. En alguna parte empiezan a sonar las campanadas de medianoche. Y
ella empieza a besarle. Con el último toque el último príncipe queda solo, a
su vez.
Y ella sube a
peinarse y a cantar a las estrellas su pena de amor, que la brisa lleva como un
mensaje que se pierde en la música del río cercano.
(Versión de Guillermo Cañón, Quillón)
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